La democracia es el motor del Estado Constitucional; en pocas palabras, es causa eficiente: este no tendría razón de ser si no existiere aquella. Sin embargo, pareciera ser frágil ante factores que en la actualidad le son tan determinantes como la violencia, flagelo social de configuración dinámica y compleja al que incluso en un principio podría considerársele su antítesis, pues la democracia implica tolerancia, inclusión, acuerdos en lo fundamental, en lo que nos es común y nos afecta a todos independientemente de nuestros intereses y preferencias personales, y la violencia por su parte, la imposición de la fuerza a la razón y por ende, la negación de todos los valores que postula la primera.
Para nadie es ajeno que por los resultados que produce, la violencia es un gran instrumento mediático; el morbo que provoca el llamado “gancho de sangre” ha llevado a muchos medios de comunicación a cultivarlo y emplearlo como modus vivendi y por ello durante años -si no es que décadas-; lo han mantenido y fortalecido a tal grado que algunos de ellos han llegado a dedicarle casi la totalidad de sus espacios; basta encender la TV para constatarlo. Así, la violencia ha dejado de ser tema de especialistas o comunicadores de nota roja o amarilla para convertirse en vox populi. Todos hablan de ella, refieren anécdotas propias o ajenas, se convierten en jueces penales o criminólogos.
Desde hace tiempo es más conocido el nombre de los grandes exponentes de la violencia y quienes deberían encargarse de combatirla que de muchos personajes de nuestra historia; pero pocos saben qué es, quién la crea y la alimenta, por qué y cómo opera, para qué, para quién y cómo afecta a la vida democrática y al tan invocado Estado de Derecho. Quizá por ello, todos, de una forma u otra, en mayor o menor medida y sin perjuicio de la notoria inacción gubernamental, tengamos algo que ver en el creciente posicionamiento del tema.
Al igual que la seguridad, la violencia es ante todo una percepción. Lo preocupante es que esta ha permeado profundamente en muchas democracias contemporáneas incluyendo la nuestra. Ahora parece que un candidato, un partido o un gobierno es más popular ya no por sus propuestas de solución a los problemas sociales, económicos o políticos sino en la medida en que su discurso se torna violento hacia sus opositores, hacia las instituciones y los gobiernos, constituidos o precedentes.
Esto lo hemos visto y seguiremos viendo en los procesos electorales por venir, ya sea en las declaraciones de los candidatos ante los medios como en sus “debates” y cómo serán mejor calificados no en la medida en que sean capaces de ofrecer soluciones convincentes a los problemas comunes, sino mientras más insultos profieran a sus contendientes, convirtiendo el intercambio y discusión de visiones de gobierno en temas trascendentales para el desarrollo, en una simple, llana y triste guerra de lodo, que nos mete en un ciclo autodestructivo y nos lleva a un callejón sin salida y aquí surge una pregunta doble: ¿Es posible avanzar en democracia ante tal escenario? ¿Será posible superarlo, pasar de la razón de la fuerza a la fuerza de la razón, sin más crueldad, sin más violencia, sin más ineptitud, sin derramar más sangre?
En México, la vinculación de la violencia a la democracia ha modificado negativamente la estructura, conducta e imagen del país tanto al interior como al exterior y por ende trastoca la planeación, diseño y operación de la política pública y la gobernanza a todos los ámbitos de gobierno.
Parece paradójico que la violencia en la opinión pública sea un tema de mayor preocupación al desarrollo y que contradictoriamente exista poco interés o una especie de “autocensura” para estudiar y comprender con objetividad su naturaleza y características, causas y consecuencias, así como su obligada vinculación con la democracia y el Estado Constitucional, a fin de buscar y ofrecer opciones viables para su solución, lo que hasta el momento no ha sucedido y por desgracia no vemos cómo podrá suceder, tomando en consideración la visión, el discurso y la inacción vista hasta el momento por parte de autoridades, candidatos y medios.
Por José Ramón González Chávez