Dentro del largo y sinuoso proceso de instrumentación del Nuevo Sistema de Justicia Penal que inició a mediados del 2008 y se instauró por decreto el 16 de junio de 2016, su puesta en operación real tiene más de 4 años congelada, básicamente por falta de liderazgo del proyecto y voluntad política para instaurarlo.
La constitucionalidad –lo hemos dicho en numerosos foros y escritos- no es solo cuestión de modificar leyes; implica ante todo un cambio sustancial de principios y prácticas, es decir, es ante todo un cambio cultural. En tal sentido, uno de los aspectos que sorprendentemente han sido y siguen siendo puestos en segundo o aún tercer plano dentro de la implantación del Nuevo Sistema, es el de la capacitación: la formación inicial y continua de quienes constituyen su columna vertebral: los abogados y demás operadores y auxiliares.
En lo que respecta al servicio público, las autoridades encargadas de la implementación del nuevo sistema a nivel federal y en las entidades federativas siguen sin aterrizar un programa de capacitación y actualización congruente y consistente, que se aleje del anticuado modelo positivista vigente desde mediados del siglo XIX y se acerque más al nuevo modelo de Estado Constitucional. Por su parte, en lo que toca al ejercicio privado de la profesión, sigue pendiente la capacitación, adiestramiento y actualización de los abogados litigantes a través de las barras, colegios y otras organizaciones gremiales a las que, de acuerdo al nuevo modelo, se supone que todos deben pertenecer, primero para poder operar y continuar ejerciendo mediante el refrendo de su certificación.
De acuerdo con el INEGI la población ocupada como abogado en México a julio del 2021 era de aproximadamente 442 mil abogados, de los cuales 40% son mujeres y el resto hombres que en promedio tienen 40-41 años de edad y 16 años de escolaridad. De ellos, un tercio trabaja por su cuenta, una cuarta parte están en la ciudad de México; esto sin contar a los auxiliares de servicios jurídicos cuya labor es imprescindible en tareas como la recopilación de hechos y evidencias, administración eficiente de documentos con valor legal para efectos del proceso, y la atención a todas las personas involucradas en los procesos.
Algo digno de mención es que sólo 2 de cada 100 abogados habla alguna lengua indígena, lo que es preocupante en la realización de la pretendida cobertura universal, aunque no solo basta saber una lengua original, sino ante todo conocer y comprender la correcta traducción técnica en ambas vías de términos jurídicos que a veces ni en español son claros, sin tocar lo relacionado con sus raquíticos sueldos y su carrera profesional.
Pero más grave aún es lo referente a la formación profesional impartida por los centros de educación superior del país, públicos y privados: Después de 14 años, en 90% de los casos, ni la ANUIES ha construido acuerdos ni las carreras de Derecho y afines han modificado sus planes de estudio y programas académicos, u menos habilitado instalaciones para adecuarlos al nuevo sistema y capacitar en él a sus docentes, pues de nada sirve pretender impartir nuevas materias con docentes formados y deformados teórica y prácticamente en el sistema positivista anterior.
Todas estas carencias parecen no importar a las instituciones educativas, ignorando que la carrera de abogado sigue siendo de las 10 más demandadas en México por milenials y aun centenials y que obviamente será más competitivo quien tenga una mejor preparación y actualización profesional.
En todo caso, los involucrados en la implantación real del nuevo sistema deben cambiar su “chip” como abogados y considerar la capacitación y actualización como un requisito imprescindible para su éxito o fracaso profesional, lo que implica lo que implica por supuesto conocer y comprender el nuevo modelo de constitucionalidad, además del combate a la corrupción, la transparencia o otros temas a los que nos avocaremos en entregas posteriores.
Por Jose Ramon Gonzalez Chávez