Las manifestaciones del 26 de febrero, cuya principal consigna fue la defensa del Instituto Nacional Electoral (INE) y la oposición al gobierno de la cuarta transformación y la más reciente, del 18 de marzo, organizada desde el gobierno federal para conmemorar el aniversario de la expropiación petrolera y de paso mostrar el apoyo al proyecto transformador, han colocado en el centro del debate mediático la importancia y el valor que tiene el espacio público en la construcción de narrativas político-electorales.
El derecho a la protesta -generalmente asociado con la toma de los espacios públicos- no es asunto nuevo en nuestro sistema democrático; pese a represiones violentas o con escenarios menos hostiles, dicho derecho ha sido ejercido, en el pasado reciente, por la oposición política del sexenio en turno. Hasta el 2018 resultaba indiscutible que las calles y plazas públicas eran los espacios naturales para que las y los opositores al gobierno canalizaran sus inconformidades, se hicieran escuchar y mostrarán su “músculo político”.
Sin embargo, “lo bien aprendido jamás se olvida”; el gobierno de la cuarta transformación, cuya consolidación se vincula a la protesta, a la manifestación y al trabajo permanente que hicieron como oposición política, ha demostrado que no se encuentra dispuesto a ceder la conquista que -durante años- hicieron de dichos espacios y conceptos. Dicha resistencia puede ser el peor de sus errores.
Este movimiento, tal vez mejor que ninguno, sabe que gran parte de su fuerza y legitimación se construyeron a partir de su poder de convocatoria y de la conquista del espacio público. La cuarta transformación alcanzó el poder político, pero se resiste a dejar sus prácticas de oposición. No le gusta, no quiere o no puede ejercer su función como gobierno, encaminada a resolver los problemas que tantas veces visibilizaron. Aferrarse a su pasado opositor los convierte en un gobierno sin acción.
Es ahí, donde la disputa por las calles se torna peligrosa. Si el gobierno vuelve prioridad la conquista del espacio público, sin atender sus obligaciones, requerirá de la construcción de enemigos, discursos de odio, fomento a intolerancias y de un juego arriesgado que puede dar lugar a la violencia.
Las y los actores políticos deben recordar que el espacio público es tan valioso como delicado y ser capaces de analizar que no se trata de mostrar quien puede convocar más, sino quien violenta menos. El valor democrático de la protesta y de la toma de calles y plazas radica en la capacidad que se tenga para transformar el enojo en nuevas realidades sociales. ¿Alguien estará dispuesto a asumir esta función?
Mas allá de filias y de fobias, gobierno y oposiciones (políticas o civiles) deberían recordar que la polarización no conduce a finales deseables; las derrotas y triunfos aplastantes se convierten en “boomerangs” que tarde o temprano regresarán a golpear al ganador con la misma fuerza que éste golpeo al oponente ¿entenderá el gobierno actual que su “boomerang” está de vuelta? Nuestro país no puede construirse desde el permanente golpeteo requiere, para bien o mal, de un gobierno dispuesto a decidir y a asumir los costos de sus decisiones ¿lo entenderán así quienes hoy disputan ser los vencedores de la marcha más “concurrida”?
Por: Fernando Roberto Zúñiga Tapia
Twitter: @ZuFerTapia