La materia electoral vuelve al centro de atención mediática, tras la elección de las nuevas consejerías del INE y la judicialización de la Reforma Electoral a leyes secundarias impulsadas desde el poder ejecutivo (conocido como “Plan B”), un nuevo tema ocupa el reflector público: la reforma constitucional de las facultades del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF).
El origen de la propuesta de reforma se explica a partir de algunas sentencias; en ellas, el Tribunal Electoral ha limitado o cambiado decisiones legislativas y partidarias: la modificación de la Convocatoria para la elección de consejerías del INE; ordenar la inclusión de Movimiento Ciudadano (MC) en la Comisión Permanente del Congreso de la Unión y el proyecto de sentencia que pretende no avalar la prórroga en los cargos de la dirigencia de Morena, son algunos ejemplos.
La justicia electoral se colocó en la mira del poder legislativo (constituyente permanente) por ejercer sobre éste -o contra éste y los partidos políticos- un control de constitucionalidad sobre sus actos y decisiones, para algunos necesario y para otros excesivo.
El tema de las ventajas y desventajas del denominado “activismo judicial” no es nuevo, ni está resuelto. Son muchas las discusiones y las posturas sobre la conveniencia de que las y los jueces (que son un poder no electo ciudadanamente) tomen decisiones en última instancia, incluso en contra de lo que decidan las mayorías legislativas (con legitimidad democrática) u otros entes públicos con autonomía como los partidos políticos.
En México, el activismo judicial en materia electoral ha tenido aciertos al ampliar el marco de protección de los derechos humanos (en su vertiente político-electoral): la maximización del principio de paridad; la inclusión de grupos en situación vulnerable como los indígenas; le reivindicación de causas de grupos históricamente discriminados como los defensores de la diversidad sexual, son algunos de los ejemplos positivos.
Sin embargo, dichos aciertos también se acompañan de decisiones -al menos-cuestionables: la intervención en la vida y decisiones de los partidos políticos y la expansión de sus facultades al terreno legislativo, son ejemplos donde el poder judicial se ha auto asumido como un poder político que trastoca mandatos y facultades constitucionales encomendadas a otros poderes, sin que nadie pueda revisarle o cuestionarle. La división del poder público implica que ninguna función (ejecutiva, legislativa o judicial) se encuentre por encima de otra ¿Qué tanto se cumple este mandato cuando la decisión de uno de ellos no puede ser revisada?
La reforma propuesta no debe, ni puede, ser analizada a la ligera. Negar o afirmar su conveniencia implica un estudio profundo. La polarización ideológica y política actual, junto con la cercanía del proceso electoral 2024 parecen buenas razones para no discutir -al menos no en este momento- un tema de tanta relevancia. Discutir el tema en este momento lo contamina de pugnas políticas y de encomiendas ideológicas … ¿podría retomarse -con la seriedad debida- después de las elecciones del próximo año?
Una discusión racional de la reforma podría lograr un buen escenario: la limitación del activismo judicial en ciertas áreas (vida interna de los partidos políticos y decisiones legislativas) y la promoción de éste en otros espacios (maximización de derechos humanos). Las y los legisladores deben recordar lo dicho por la sabiduría popular: “no por mucho madrugar amanece más temprano”…
Por: Fernando Roberto Zúñiga Tapia
Twitter: @ZuFerTapia