¿Una Corte en contra de la transformación?
Mas allá de los extremos y de la simplificación de la realidad
El jueves pasado, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) invalidó la segunda parte del denominado “Plan B” o reforma electoral, ésta era impulsada por el presidente y su partido. La decisión -tomada con base en violaciones de forma y no de fondo- detonó reacciones enconadas.
En lo político, oficialistas y oposición aprovecharon para articular discursos contrapuestos. Los defensores de la autodenominada “cuarta transformación” no perdieron oportunidad para criticar a las y los ministros de la Corte, a quienes acusaron de conservadores y de decidir en contra de la voluntad de las mayorías legislativas. Su consigna: las y los jueces de todos los niveles deben ser electos; la justicia -para ser justa- debe responder al pueblo, han insistido.
La oposición utilizó esta determinación para elogiar el trabajo de la Corte y sus integrantes; algunas voces -un tanto cuanto más atrevidas- señalaban un “se les dijo”, en alusión al complicado y desaseado proceso legislativo, motivo esencial de la invalidez.
En el terreno académico y jurídico, se revivió el debate respecto de la labor que deben desempeñar las y los jueces constitucionales en un Estado democrático. En este gremio, la postura mayoritaria sugiere que los cargos en la judicatura no se sujeten al voto popular y que se coloque especial atención en la especialidad técnica de la encomienda; algunas otras voces articulan posturas que intentan revivir la tan estudiada y polémica teoría de la división de poderes.
En esta discusión, y desde todos los frentes, se dicen verdades parciales, se imposibilita encontrar vasos comunicantes y -en general- no existen condiciones para realizar una reflexión seria y actual sobre un tema bastante añejo.
La teoría de la división de poderes (y del sistema de pesos y contrapesos) resulta atractiva para quienes no ocupan el poder; se trata de una construcción teórica con utilidades prácticas, la más valiosa: permitir la existencia de las minorías y potencializar que éstas cuenten con la posibilidad real de acceder al poder. Una garantía democrática a costa de la voluntad mayoritaria.
La concepción de la democracia como un sistema de mayorías, resulta conveniente y cómoda para quienes ocupan el poder, especialmente con mayorías legislativas. Se trata de defender -en nombre de la colectividad mayoritaria- su proyecto político, el cual, cuenta con aprobación popular. La paradoja es que la democracia sería en realidad tiranía.
La experiencia ha demostrado que ninguna de las dos posiciones, llevadas al extremo, conducen a un estado próspero, benéfico o deseable para la ciudadanía. El respeto de las minorías, su supervivencia y la posibilidad de que éstas se transformen en gobierno resulta tan importante como la construcción de programas de gobierno que respondan a la necesidad de las mayorías, sobre todo en naciones con amplia pluralidad, como la nuestra.
La realidad no puede, ni debe, reducirse a pensar que la Corte está en contra o en favor de un proyecto político transformador. Como en toda democracia cada poder o actor -Corte incluida- desempeñan un papel que permite canalizar exigencias del propio sistema político, las reducciones simplistas lejos de construir destruyen la posibilidad de dialogar ¿cuándo entenderá nuestra clase política que los extremos o las simplificaciones no suelen conducir a un buen destino?
Por: Fernando Roberto Zúñiga Tapia
Twitter: @ZuFerTapia